La trapecista que quería que la invitaran a bailar
Me quedé mirando y me miró. No hizo nada más, solo observarme. Situado en una baldosa de medio metro cuadrado, con su culo apretado. Parecía un tipo vulgar apoyado en un punto de la ciudad. Igual que hay hombres que salen de alcantarillas con linternas en la frente, hay otros que sujetan lugares, que con su presencia los hacen visibles.
Yo con mi llanto a la mitad y él mirándome con desprecio, como si jamás hubiera cedido a la debilidad de la pena, la cercanía , la intensidad, la facilidad de adquirirla. Como si nunca hubiera deseado instalarse en ella y dejarse llevar. Quedarse en ella a habitar y así olvidarse del esfuerzo de reír, del agotamiento de soñar.
Me sorbí el llanto y mientras bajaba por mi garganta pensé que quizás hoy merecía que me amaran, en cierto momento, en cualquier lugar, que me invitarán a dejarme querer, de esa manera o bajo esos modales que desde hace un tiempo yo atribuyo al amor. Quizás no merecía mecerme sobre el pensamiento insólito, de que mis soledades no son más que autoafligidos síntomas de algo mayor.
Un miedo inabarcable a sentir el mínimo roce sincero y que esta sensación se convierta en el pasajero de mis adicciones, dibujando de antemano un camino sinuoso y espeso hacia la perdida de la razón, asociada a la compañía del habitante cuerdo que me vigila desde la baldosa, enfrentado a mi.
Con el cuerpo atorado, los pies cansados de guardar el espacio, los hombros caidos de la dureza del duelo constante, del enfrentamiento con el viento, con la invasión y los ataques a su espacio vital, ese que protege con recelo. Mirando con desdén a los que sollozamos a su alrededor.
Allí me situé ante su ciudad. Me quedé mirando y me miró...
* laura Makabresku