La parte privada de mi vida se ha comenzado a entrelazar con mi melena, que cada vez más larga se entrelaza con mis brazos, que cada vez más endebles han dejado caer mis trenzas. Hermitaña con mi pelo kilométrico me enrosco en el caparazón.
Un señor se me acerco esta mañana y me contó que no sabia bien a donde iba, que en algún punto de su recorrido había comenzado a caminar en sentido contrario, a las agujas del reloj, a su destino, al lugar al que quería llegar. Ciertamente estaba lejos de su punto de partida y verdaderamente lejos de su punto de llegada. Perdido en un inmenso y baldío trozo de nada.
No pude guiarle.
Me aleje de él y entre en contacto con las texturas pétreas urbanas que me invitaban a apresurarme hacia esa dirección escrita en un trozo de papel, que se iluminaba en mi bolsillo izquierdo junto a un botón extraviado. Las paredes colosales se fueron derrumbando y el terreno desértico de los espacios inhabitados se presento ante mi, había llegado al punto final de aquella ciudad, un paso más y caería a un precipicio de desvanecimientos. Miré el número de la calle, era el último de los pares. Sorprendida recapacité, miré mi trozo de papel, miré al horizonte, como se mira cuando te das cuenta de las cosas, miré hacia el cielo para contener la lágrima maremótica que se mecía en el recoveco de mi párpado y admití, por primera vez desde hacia ya un tiempo, que me habían dado una dirección inexistente y que yo sola había trazado la calle hasta ese punto, hasta donde podía imaginar, pero......... una vez en el lugar decisivo la ilusión no pudo más y borró el dibujo de mis ensoñaciones.
Borrosa la muñeca de telas viejas se volvió hacia la niña cojín, y la acusó de contarle historias tristes, de no hacerla reír. La niña cojín que miraba por la ventana, no se giro, no se inmuto. Ese día se sentía muy cojín, y no se sentía apenas niña.